lunes, 3 de mayo de 2010

Nueva York recordó a Mercedes Sosa

La ciudad le rindió homenaje con un recital a sala llena en el Lincoln Center



La ciudad de Nueva York conmemoró a Mercedes Sosa el pasado domingo 25 de abril en el Lincoln Center. En un recital de masiva convocatoria la nostalgia y el recuerdo por la cantante se materializó en las voces de los artistas argentinos y latinoamericanos que se dieron cita en el lugar.


Joan Baez, León Gieco, Eva Ayllón, Guadalupe Pineda, Piero, Tania Libertad, Teresa Parodi, Maridalia Hernández, Bahiano y El Sabalero, fueron algunos de los destacados músicos convocados para el homenaje.


El encuentro tuvo lugar en el Avery Fisher Hall del
Lincoln Center, un complejo cultural dedicado a las artes escénicas. El dinero recaudado fue donado a dos instituciones argentinas que Sosa apoyaba.


Canciones como Te recuerdo y Llorona estuvieron a cargo de la estadounidense
Joan Baez, quien anteriormente había participado de una gira con la tucumana. Más tarde, la ovación vino de la mano de su interpretación de Gracias a la vida y No nos moverán fácilmente. Otro de los destacados fue León Gieco que frente al público confesó: “A mi me han pasado muchas cosas en mi vida, pero jamás cerrar un espectáculo en el Lincoln Center después de Joan Baez”.


Un párrafo aparte merecen figuras como el uruguayo El Sabalero, la dominicana Maridalia Hernández y las peruanas Eva Ayllón, una de las predilectas de Sosa, y Tania Libertad; que se suman a otros artistas que mantienen vivo el recuerdo de la cantante. En Madrid, el pasado enero, fue el turno del Teatro de la Zarzuela, donde Joan Manuel Serrat y Ana Belén le rindieron tributo a la tucumana.


El cierre neoyorkino estuvo a cargo de todos los músicos convocados interpretando el éxito Sólo le pido a Dios.






Florencia Golender

Surrender to Jonathan

Crónica absolutamente subjetiva sobre el recital del fundador de The Modern Lovers



Primera parte. Ni muerta.
Salí de trabajar con el cuerpo entumecido, totalmente deshecho. Articulaciones crujientes, mi boca seca y la sensación de haber pasado diez horas en un gimnasio con un entrenador nazi: gripe.

Llegué casi arrastrándome a casa, subí las escaleras con pasitos cortos y me zambullí en la cama con la culpa de saber que en mi mesita de luz estaba la entrada para ir a ver a Jonathan Richman que t
ocaba esa noche. El mismísimo Jonathan Richman, el auténtico papá de la new wave neoyorquina tocaba esa noche y yo, convaleciente, soñaba con envolverme en las sábanas como un canelón para sufrir, para tener fiebre y quejarme, para ver sitcoms en la televisión y toser después de cada carcajada.

Y me acordé de I was dancing in the lesbian bar.


Entonces me puse un vestido, con la mitad del cuerpo todavía en la cama, agarré mi entrada y dos ibuprofenos y me fui a verlo.


Segunda parte. La fauna.
Llegué justo como para ocupar un lugar aceptable en la fila, compuesta de treintañeros y cuarentones más ansiosos que yo, que es probable que lo hayan escuchado por primera vez en cassette, como contó el escritor Santiago Rial Ungaro en Radar. Mientras tanto, yo me moría de esa melancolía que tiene que ver con no haber pertenecido.




El Salón Real -uno de los peores lugares para escuchar bandas; si tienen más de tres instrumentos todas suenan a lata- estaba impecable. Las luces rebotaban en las bolas de espejitos y se disparaban a las paredes. La gente hablaba de Jonathan Richman, yo tomaba fernet con culpa. A Jonathan no le gustan las drogas ni el alcohol.

Antes tocó Les Mentettes, con el aliciente de tener a Pablo de Caro, de Mataplantas, como guitarrista suplente, puesto que al original le había pasado algo malo en las manos. Mentettes se despachó con un mini recital totalmente fresco y prolijo -salvo por los problemitas de Real con las bandas de más de tres instrumentos-, cantado casi en su totalidad en inglés perfecto.


Tercera parte. Surrender to Jonathan.
A la media hora, Jonathan bajó del cielo. Los reflejos de las lucecitas le atravesaban la cara mientras descendía la escalera fastousa de Real, con otra de sus camisas de adulto de los años ochenta, cada uno de sus pelos en su lugar y una sonrisa de buenazo que le ocupaba casi toda la cara. Después me di cuenta de que también le brillaban los ojos.

Durante la hora y media que duró su recital, JoJo habló en español con guiños de porteño; cantó en iddish, en francés, en italiano, en inglés y en una mezcla de todos juntos.

Miró al cielo con los ojos brillantes; o a un punto indeterminado que nuestros ojos de mortales jamás captará.
El baterista que lo acompaña desde hace décadas, Tommy Larkins, brilló en los momentos en que el cantante dejaba la guitarra al pie del micrófono e improvisaba los mejores pasos de baile jamás vistos en un rockero; o cuando una canción propia se deformaba para darle paso a algún clásico de Domenico Modugno o Maurice Chevalier.





Había que hacer silencio absoluto. Richman murmuraba el nombre del siguiente tema, alguna anécdota, o una de esas preguntas con respuesta incorporada, como ¿A qué venimos, sino a caer?

Con 59 años, Jonathan Richman no se apega al pasado. No le importa si fue el papá del punk, de la new wave o de los nuevos crooners norteamericanos. No le importa que unos cuantos sólo lo reconozcan por su participación en la película Loco por Mary y se queden con eso.
Lleva la música adentro, bien hondo, y sus melodías son consecuentes con su búsqueda, que no cesa: explora una, otra y otra vez lo que sus canciones tienen para dar.

Sus letras son siempre en primera persona, haciéndose cargo de cada palabra. Son el resultado de sus experiencias personales, nada extremo ni fuera de lo común (una noche bailando con lesbianas, lidiar con vampiresas, corazones rotos y viajes en auto). Fue esa domesticidad tan bien narrada -como pudo hacerlo Walt Whitman o Jarvis Cocker al frente de Pulp o Pedro Amodio, de Dios, entre un puñado de virtuosos- lo que nos dejó a todos más de media esperando nada después del recital, como saboreando una exquisitez.



Broken Bells, lo nuevo de Danger Mouse

Aires psicodélicos y melodías empalagosas. Son las dos primeras impresiones que genera el disco de Broken Bells, llamado igual que la banda, formada por el brillante DJ, productor y “ruidista”, Brian Burton más famoso como Danger Mouse.

Parece que luego del suicidio de Mark Linkous, de Sparklehorse, con quien grabó el año pasado el sorprendente Dark Night Of The Soul, Danger Mouse ha encontrado un nuevo compañero de composición totalmente complementario a sus ideas, el cantante de The Shins, James Mercer.

Ambos decidieron componer un álbum inspirados en las bandas de pop barroco de la década del 60´, como Love y The Zombies, y el resultado es impresionante. Un disco hipnótico que mezcla esa idea de guitarras simples y voz suave de Mercer con los sobrearreglos sónicos y futuristas del compositor de The Grey Album. Para realizar el disco, Mercer se mudó al departamento del tecladista neoyorquino, y allí se quedaba a componer durante períodos de dos semanas en las que convivían.

Broken Bells tocando The Ghost Inside en un festival en Red River Garage