lunes, 3 de mayo de 2010

Surrender to Jonathan

Crónica absolutamente subjetiva sobre el recital del fundador de The Modern Lovers



Primera parte. Ni muerta.
Salí de trabajar con el cuerpo entumecido, totalmente deshecho. Articulaciones crujientes, mi boca seca y la sensación de haber pasado diez horas en un gimnasio con un entrenador nazi: gripe.

Llegué casi arrastrándome a casa, subí las escaleras con pasitos cortos y me zambullí en la cama con la culpa de saber que en mi mesita de luz estaba la entrada para ir a ver a Jonathan Richman que t
ocaba esa noche. El mismísimo Jonathan Richman, el auténtico papá de la new wave neoyorquina tocaba esa noche y yo, convaleciente, soñaba con envolverme en las sábanas como un canelón para sufrir, para tener fiebre y quejarme, para ver sitcoms en la televisión y toser después de cada carcajada.

Y me acordé de I was dancing in the lesbian bar.


Entonces me puse un vestido, con la mitad del cuerpo todavía en la cama, agarré mi entrada y dos ibuprofenos y me fui a verlo.


Segunda parte. La fauna.
Llegué justo como para ocupar un lugar aceptable en la fila, compuesta de treintañeros y cuarentones más ansiosos que yo, que es probable que lo hayan escuchado por primera vez en cassette, como contó el escritor Santiago Rial Ungaro en Radar. Mientras tanto, yo me moría de esa melancolía que tiene que ver con no haber pertenecido.




El Salón Real -uno de los peores lugares para escuchar bandas; si tienen más de tres instrumentos todas suenan a lata- estaba impecable. Las luces rebotaban en las bolas de espejitos y se disparaban a las paredes. La gente hablaba de Jonathan Richman, yo tomaba fernet con culpa. A Jonathan no le gustan las drogas ni el alcohol.

Antes tocó Les Mentettes, con el aliciente de tener a Pablo de Caro, de Mataplantas, como guitarrista suplente, puesto que al original le había pasado algo malo en las manos. Mentettes se despachó con un mini recital totalmente fresco y prolijo -salvo por los problemitas de Real con las bandas de más de tres instrumentos-, cantado casi en su totalidad en inglés perfecto.


Tercera parte. Surrender to Jonathan.
A la media hora, Jonathan bajó del cielo. Los reflejos de las lucecitas le atravesaban la cara mientras descendía la escalera fastousa de Real, con otra de sus camisas de adulto de los años ochenta, cada uno de sus pelos en su lugar y una sonrisa de buenazo que le ocupaba casi toda la cara. Después me di cuenta de que también le brillaban los ojos.

Durante la hora y media que duró su recital, JoJo habló en español con guiños de porteño; cantó en iddish, en francés, en italiano, en inglés y en una mezcla de todos juntos.

Miró al cielo con los ojos brillantes; o a un punto indeterminado que nuestros ojos de mortales jamás captará.
El baterista que lo acompaña desde hace décadas, Tommy Larkins, brilló en los momentos en que el cantante dejaba la guitarra al pie del micrófono e improvisaba los mejores pasos de baile jamás vistos en un rockero; o cuando una canción propia se deformaba para darle paso a algún clásico de Domenico Modugno o Maurice Chevalier.





Había que hacer silencio absoluto. Richman murmuraba el nombre del siguiente tema, alguna anécdota, o una de esas preguntas con respuesta incorporada, como ¿A qué venimos, sino a caer?

Con 59 años, Jonathan Richman no se apega al pasado. No le importa si fue el papá del punk, de la new wave o de los nuevos crooners norteamericanos. No le importa que unos cuantos sólo lo reconozcan por su participación en la película Loco por Mary y se queden con eso.
Lleva la música adentro, bien hondo, y sus melodías son consecuentes con su búsqueda, que no cesa: explora una, otra y otra vez lo que sus canciones tienen para dar.

Sus letras son siempre en primera persona, haciéndose cargo de cada palabra. Son el resultado de sus experiencias personales, nada extremo ni fuera de lo común (una noche bailando con lesbianas, lidiar con vampiresas, corazones rotos y viajes en auto). Fue esa domesticidad tan bien narrada -como pudo hacerlo Walt Whitman o Jarvis Cocker al frente de Pulp o Pedro Amodio, de Dios, entre un puñado de virtuosos- lo que nos dejó a todos más de media esperando nada después del recital, como saboreando una exquisitez.



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